lunes, 14 de abril de 2008

Edgar Allan Poe (Espiritu de la pervercidad)

El Demoio de la pervercidad, Edgar Allan Poe

EDGAR ALLAN POEEL DEMONIO DE LA PERVERSIDADEn la consideración de las facultades e impulsos de los prima mobilia del almahumana los frenólogos han olvidado una tendencia que, aunque evidentemente existecomo un sentimiento radical, primitivo, irreductible, los moralistas que los precedierontambién habían pasado por alto. Con la perfecta arrogancia de la razón, todos la hemospasado por alto. Hemos permitido que su existencia escapara a nuestro conocimiento tansólo por falta de creencia, de fe, sea fe en la Revelación o fe en la Cábala. Nunca se nosha ocurrido pensar en ella, simplemente por su gratuidad. No creímos que esa tendenciatuviera necesidad de un impulso. No podíamos percibir su necesidad. No podíamosentender, es decir, aunque la noción de este primum mobile se hubiese introducido por símisma, no podíamos entender de qué modo eta capaz de actuar para mover las cosashumanas, ya temporales, ya eternas. No es posible negar que la frenología, y en granmedida toda la metafísica, han sido elaboradas a priori. El metafísico y el lógico, más queel hombre que piensa o el que observa, se ponen a imaginar designios de Dios, a dictarepropósitos. Habiendo sondeado de esta manera, a gusto, las intenciones de Jehová,construyen sobre estas intenciones sus innumerables sistemas mentales. En materia defrenología, por ejemplo, hemos determinado, primero (por lo demás era bastante naturalhacerlo), que, entre los designios de la Divinidad se contaba el de que el hombre comiera.Asignamos, pues, a éste un órgano de la alimentividad para alimentarse, y este órgano esel acicate con el cual la Deidad fuerza al hombre, quieras que no, a comer. En segundolugar, habiendo decidido que la voluntad de Dios quiere que el hombre propague laespecie, descubrimos inmediatamente un órgano de la amatividad. Y lo mismo hicimoscon la combatividad, la ídealidad, la casualidad, la constructividad, en una palabra, contodos los órganos que representaran una tendencia, un sentimiento moral o una facultaddel puro intelecto. Y en este ordenamiento de los principios de la acción humana, losspurzheimistas, con razón o sin ella, en parte o en su totalidad, no han' hecho sino seguiren principio los pasos de sus predecesores, deduciendo y estableciendo cada cosa a partirdel destino preconcebido del hombre y tomando como fundamento los propósitos de suCreador.Hubiera sido más prudente, hubiera sido más seguro fundar nuestra clasificación(puesto que debemos hacerla) en lo que el hombre habitual u ocasionalmente hace, y enlo que siempre hace ocasionalmente, en cambio de fundarla en la hipótesis de lo queDios pretende obligarle a hacer: Si no podemos comprender a Dios en sus obras visibles,¿cómo lo comprenderíamos en los inconcebibles pensamientos que dan vida a sus obras?Si no podemos entenderlo en sus criaturas objetivas, ¿cómo hemos de comprenderlo ensus tendencias esenciales y en las fases de la creación?La inducción a posteriori hubiera llevado a la frenología a admitir, comoprincipio innato y primitivo de la acción humana, algo paradójico que podemos llamarperversidad a falta de un término más característico. En el sentido que le doy es, enrealidad, un móvil sin motivo, un motivo no motivado. Bajo sus incitaciones actuamossin objeto comprensible, o, si esto se considera una contradicción en los términos,podemos llegar a modificar la proposición y decir que bajo sus incitaciones actuamos porla razón de que no deberíamos actuar. En teoría ninguna razón puede ser más irrazonable;pero, de hecho, no hay ninguna más fuerte. Para ciertos espíritus, en ciertas condicionesllega a ser absolutamente irresistible. Tan seguro como que respiro sé que en la seguridadde la equivocación o el error de una acción cualquiera reside con frecuencia la fuerzairresistible, la única que nos impele a su prosecución. Esta invencible tendencia a hacer elmal por el mal mismo no admitirá análisis o resolución en ulteriores elementos. Es unimpulso radical, primitivo, elemental. Se dirá, lo sé, que cuando persistimos en nuestrosactos porque sabemos que no deberíamos hacerlo, nuestra conducta no es sino unamodificación de la que comúnmente provoca la combatividad de la frenología. Pero unamirada mostrará la falacia de esta idea. La combatividad, a la cual se refiere la frenología,tiene por esencia la necesidad de autodefensa. Es nuestra salvaguardia contra todo daño.Su principio concierne a nuestro bienestar, y así el deseo de estar bien es excitado almismo tiempo que su desarrollo. Se sigue que el deseo de estar bien debe ser excitado almismo tiempo por algún principio que será una simple modificación de la combatividad,pero en el caso de esto que llamamos perversidad el deseo de estar bien no sólo no semanifiesta, sino que existe un sentimiento fuertemente antagónico.Si se apela al propio corazón, se hallará, después de todo, la mejor réplica a lasofistería que acaba de señalarse. Nadie que consulte con sinceridad su alma y la sometaa todas las preguntas estará dispuesto a negar que esa tendencia es absolutamente radical.No es más incomprensible que característica. No hay hombre viviente a quien en algúnperíodo no lo haya atormentado, por ejemplo, un vehemente deseo de torturar a suinterlocutor con circunloquios. El que habla advierte el desagrado que causa; tiene toda laintención de agradar; por lo demás, es breve, preciso y claro; el lenguaje más lacónico ymás luminoso lucha por brotar de su boca; sólo con dificultad refrena su curso; teme ylamenta la cólera de aquel a quien se dirige; sin embargo, se le ocurre la idea de quepuede engendrar esa cólera con ciertos incisos y ciertos paréntesis. Este solo pensamientoes suficiente. El impulso crece hasta el deseo, el deseo hasta el anhelo, el anhelo hasta unansia incontrolable y el ansia (con gran pesar y mortificación del que habla y desafiandotodas las consecuencias) es consentida.Tenemos ante nosotros una tarea que debe ser cumplida velozmente. Sabemos quela demora será ruinosa. La crisis más importante de nuestra vida exige, a grandes voces,energía y acción inmediatas. Ardemos, nos consumimos de ansiedad por comenzar latarea, y en la anticipación de su magnifico resultado nuestra alma se enardece. Debe,tiene que ser emprendida hoy y, sin embargo, la dejamos para mañana; y por qué? No hayrespuesta, salvo que sentimos esa actitud perversa, usando la palabra sin comprensión delprincipio. El día siguiente llega, y con él una ansiedad más impaciente por cumplir connuestro deber, pero con este verdadero aumento de ansiedad llega también un indecibleanhelo de postergación realmente espantosa por lo insondable. Este anhelo cobra fuerzasa medida que pasa el tiempo. La última hora para la acción está al alcance de nuestramano. Nos estremece la violencia del conflicto interior, de lo definido con lo indefinido,de la sustancia con la sombra. Pero si la contienda ha llegado tan lejos, la sombra es laque vence, luchamos en vano. Suena la hora y doblan a muerto por nuestra felicidad. Almismo tiempo es el canto del gallo para el fantasma que nos había atemorizado. Vuela,desaparece, somos libres. La antigua energía retorna. Trabajaremos ahora. ¡Ay, esdemasiado tarde!Estamos al borde de un precipicio. Miramos el abismo, sentimos malestar yvértigo. Nuestro primer impulso es retroceder ante el peligro. Inexplicablemente, nosquedamos. En lenta graduación, nuestro malestar y nuestro vértigo se confunden en unanube de sentimientos inefables. Por grados aún más imperceptibles esta nube cobraforma, como el vapor de la botella de donde surgió el genio en Las mil y una noches.Pero en esa nube nuestra al borde del precipicio, adquiere consistencia una forma muchomás terrible que cualquier genio o demonio de leyenda, y, sin embargo, es sólo unpensamiento, aunque temible, de esos que hielan hasta la médula de los huesos con laferoz delicia de su horror. Es simplemente la idea de lo que serían nuestras sensacionesdurante la veloz caída desde semejante altura. Y esta caída, esta fulminante aniquilación,por la simple razón de que implica la más espantosa y la más abominable entre las másespantosas y abominables imágenes de la muerte y el sufrimiento que jamás se hayanpresentado a nuestra imaginación, por esta simple razón la deseamos con más fuerza. Yporque nuestra razón nos aparta violentamente del abismo, por eso nos acercamos a élcon más ímpetu. No hay en la naturaleza pasión de una impaciencia tan demoniaca comola del que, estremecido al borde de un precipicio, piensa arrojarse en él. Aceptar por uninstante cualquier atisbo de pensamiento significa la perdición inevitable, pues lareflexión no hace sino apremiarnos para que no lo hagamos, y justamente por eso, digo,no podemos hacerlo. Si no hay allí un brazo amigo que nos detenga, o si fallamos en elsúbito esfuerzo de echarnos atrás, nos arrojamos, nos destruimos.Examinemos estas acciones y otras similares: encontraremos que resultan sólo delespíritu de perversidad. Las perpetramos simplemente porque sentimos que nodeberíamos hacerlo. Más acá o más allá de esto no hay principio inteligible; y podríamosen verdad considerar su perversidad como una instigación directa del demonio sí nosupiéramos que a veces actúa en fomento del bien.He hablado tanto que en cierta medida puedo responder a vuestra pregunta, puedoexplicaron por qué estoy aquí, puedo mostraron algo que tendrá, por lo menos, una débilapariencia de justificación de estos grillos y esta celda de condenado que ocupo. Si nohubiera sido tan prolijo, o no me hubiérais comprendido, o, como la chusma, mehubiérais considerado loco. Ahora advertiréis fácilmente que soy una de las innumerablesvíctimas del demonio de la perversidad.Es imposible que acción alguna haya sido preparada con más perfectadeliberación. Semanas, meses enteros medité en los medios del asesinato. Rechacé milplanes porque su realización implicaba una chance de ser descubierto. Por fin, leyendoalgunas memorias francesas, encontré el relato de una enfermedad casi fatal sobrevenidaa madame Pilau por obra de una vela accidentalmente envenenada. La idea impresionóde inmediato mi imaginación. Sabía que mi víctima tenía la costumbre de leer en lacama. Sabía también que su habitación era pequeña y mal ventilada. Pero no necesitofatigaros con detalles impertinentes. No necesito describir los fáciles artificios mediantelos cuales sustituí, en el candelero de, su dormitorio, la vela que allí encontré por otra demi fabricación. A la mañana siguiente lo hallaron muerto en su lecho, y el veredicto delcoroner fue: «Muerto por la voluntad de Dios.»Heredé su fortuna y todo anduvo bien durante varios años. Ni una sola vez cruzópor mi cerebro la idea de ser descubierto. Yo mismo hice desaparecer los restos de labujía fatal. No dejé huella de una pista por la cual fuera posible acusarme o siquierahacerme sospechoso del crimen. Es inconcebible el magnífico sentimiento de satisfacciónque nacía en mi pecho cuando reflexionaba en mi absoluta seguridad. Durante un períodomuy largo me acostumbré a deleitarme en este sentimiento. Me proporcionaba un placermás real que las ventajas simplemente materiales derivadas de mi crimen. Pero lesucedió, por fin, una época en que el sentimiento agradable llegó, en gradación casiimperceptible, a convertirse en una idea obsesiva, torturante. Torturante por lo obsesiva.Apenas podía librarme de ella por momentos. Es harto común que nos fastidie el oído, omás bien la memoria, el machacón estribillo de una canción vulgar o algunos compasestriviales de una ópera. El martirio no sería menor si la canción en sí misma fuera buena eel cría de ópera meritoria. Así es como, al fin, me descubría permanentemente pensandoen mi seguridad y repitiendo en voz baja la frase: «Estoy a salvo».Un día, mientras vagabundeaba por las calles, me sorprendí en el momento demurmurar, casi en voz alta, las palabras acostumbradas. En un acceso de petulancia les diesta nueva forma: «Estoy a salvo, estoy a salvo si no soy lo bastante tonto para confesarabiertamente.»No bien pronuncié estas palabras, sentí que un frío de hielo penetraba hasta micorazón. Tenía ya alguna experiencia de estos accesos de perversidad (cuya naturaleza heexplicado no sin cierto esfuerzo) y recordaba que en ningún caso había resistido con éxitosus embates. Y ahora, la casual insinuación de que podía ser lo bastante tonto paraconfesar el asesinato del cual era culpable se enfrentaba conmigo como la verdaderasombra de mi asesinado y me llamaba a la muerte.Al principio hice un esfuerzo para sacudir esta pesadilla de mi alma. Caminévigorosamente, más rápido, cada vez más rápido, para terminar corriendo. Sentía undeseo enloquecedor de gritar con todas mis fuerzas. Cada ola sucesiva de mi pensamientome abrumaba de terror, pues, ay, yo sabía bien, demasiado bien, que pensar, en misituación, era estar perdido. Aceleré aún más el paso. Salté como un loco por las callesatestadas. Al fin, el populacho se alarmó y me persiguió. Sentí entonces la consumaciónde mi destino. Si hubiera podido arrancarme la lengua lo habría hecho, pero una voz rudaresonó en mis oídos, una mano más ruda me aferró por el hombro. Me volví, abrí la bocapara respirar. Por un momento experimenté todas las angustias del ahogo: estaba ciego,sordo, aturdido; y entonces algún demonio invisible -pensé- me golpeó con su anchapalma en la espalda. El secreto, largo tiempo prisionero, irrumpió de mi alma.Dicen que hablé con una articulación clara, pero con marcado énfasis yapasionada prisa, como si temiera una interrupción antes de concluir las breves perodensas frases que me entregaban al verdugo y al infierno.Después de relatar todo lo necesario para la plena acusación judicial, caí por tierradesmayado.Pero, ¿para qué diré más? ¡Hoy tengo estas cadenas y estoy aquí! ¡Mañana estaré libre! Pero, ... ¿dónde?

No hay comentarios: